Clutch en Chile: La sutileza del empujeespera un momento...
lunes 22 de julio, 2024
Escrito por: Equipo SO
Por Claudio Miranda
Fotos Rodrigo Damiani @SonidosOcultos
Hay dos verdades respecto a Clutch. La primera es que su energía en vivo y en estudio le da la razón a Neil Fallon respecto a su declarado gusto por el metal, al punto de que se puede hablar de una banda cuya propuesta parece diseñada para el público metalero. La otra, y quizás mucho más objetiva que la anterior, es que Clutch es una banda de culto en todo su sentido. Su fundación en 1991 y el LP debut «Transnational Speedway League: Anthems, Anecdotes and Undeniable Truths» (1993), ambos coinciden con la explosión del grunge y el auge alternativo. Los de Germantown no encajan en ningún espectro y su propuesta, tal como le ocurre a sus contemporáneos de The Black Crowes, es tachada de «desfasada» y hasta ninguneada en los recuentos de la época. La diferencia es que mientras los Crowes gozan de una imagen que les valdría un arrastre considerable en el transcurso de la década, Clutch ve reducidas sus posibilidades a un selecto grupo de seguidores que abraza los valores del rock clásico, el blues y la música negra en sus formas más puras. Como hijos del rigor en un contexto de altas turbulencias culturales, apelaron a un sello propio bañándose en el legado de próceres como Grand Funk Railroad, James Gang/Joe Walsh, ZZ Top, Aerosmith, Creedence ClearWater Revival y otras leyendas que dejaron su huella en la década del ’70 que dos décadas más tarde se tradujo en un regreso épico -y necesario- a una escena que buscaba retomar la raíz de todo lo que amamos en el rock.
Poco más de treinta años, y con el LP «Sunrise on Slaughter Beach» (2022) ocupando la casilla 13 en un catálogo extraordinario, bastaron para concretar el debut en Chile que originalmente estaba agendado para 2020 (la emergencia sanitaria de aquellos días pudrió todo, lo sabemos). Justo una década después de poner el primer pie en esa visita histórica a Brasil, donde compartieron escenario con los ahora reformados The Sword. Ahora lo hacen con periplo sudamericano, con una alienación que lleva décadas funcionando como una máquina aceitada y un equipo donde todos juegan hacia el mismo lado, atacando y defendiendo en las mismas proporciones. Basta con que a las 21 horas, con «We Need Some Money» de Chuck Brown and the Soul Searchers como señal de alerta, los chicos hagan su aparición en el escenario sin necesidad de fanfarria ni nada parecido. Y al grito de «¡Santiago!» por el buen Neil Fallon, la descarga inicial de «X-Ray Visions» provoca el primer movimiento telúrico de la jornada. Una erupción de rock n’ roll, donde lo que importa es la música con su dosis justa de intensidad. Pegada, sin pausa que valga, le sigue «Firebirds», con Neil desplegando sus credenciales como frontman avezado a la altura de su rico vozarrón, moviéndose en el escenario como si estuviera en el living-room de tu casa. Secundado en sonido por el guitarrista y fundador Tim Sult, un músico de bajo perfil escénico pero con un talento en la guitarra que dice y provoca todo con lo justo y necesario. Ambas piezas son del aclamado «Psychic Warfare» (2015), un álbum que reboza en categoría y actitud como si se les fuera la vida en ello. En vivo, un binomio matador de entrada, con la gasolina de rock reluciendo su solidez al momento de echar andar el motor de una banda que no deja de arder un solo instante.
Aprovechemos de tasar el presente de Clutch, y la dupleta de «Slaughter Beach» y «We Strive for Excellence» llega en el momento ideal para aquello. Con qué swing te pueden hacer mover el cuerpo y, en otros pasajes, sumergirte en un trance hipnótico de groove desde el estómago. Los golpeteos tribales de JP Gaster y el bajo contundente de Dan Maines destacan a la par de lo que hacen Fallon y Sult, compensando la sobriedad visual con una labor instrumental que exuda bestialidad y calidad por igual. O lo que pasa en la más jazzera «Burning Beard», donde JP se pone la 10 mientras Neil Fallon la descose con esa voz con sabor a Jack Daniel’s. Tal como en su recordado videoclip, es como si la barba de Fallon realmente ardiera como la zarza frente a Moisés en la Biblia. Es lo que nos gusta de Clutch, la de hacer música que nos abra la imaginación y sea capaz de recrear imágenes en nuestras cabezas en base a un propósito genuino.
Si bien aplaudimos la importancia de mantenerse en forma para cada lanzamiento, el viaje al pasado es imperativo cuando tienes en tu repertorio misilazos como «El Jefe Speaks», la primera de las dos referencias en la noche al primigenio «Transnational Speedway League…». Rock pesado, con brochazos de hardcore lodoso, con el lado más ‘sabbathero’ aflorando en un ecosistema personal y la banda alargando el asunto con una sección intermedia, donde la dupla rítmica Gaster-Maines demuestra su materia prima. Mientras que «D.C. Sound Attack» nos devuelve ese ambiente de fiesta y camaradería, con cerveza en mano y como si fuera una reunión de viejos -y nuevos- amigos en casa. Lo que nos maravilla de estos tipos que tienen claro sobre lo que es tocar la música que te gusta, la música que se aferra a la integridad de quienes, músicos y fans, defienden a morir los principios de una era en que todo se movía a pulso y con identidad. Neil Fallon con armónica en mano, y después al cencerro como partícipe en la maquinaria instrumental. Es un tema de dedicación y trabajo duro, no hay «estrellitas» en Clutch sino trabajadores, todos poniéndose el overol. Porque de eso se trata el rock n’ roll, y estos señores ya entrados en sus 50s lo entienden todo desde que eran yogurines,
«The Mob Goes Wild», con un título así es imposible no incluirla en un concierto de Clutch. Locura máxima, al son de un hit-single que desata la hecatombe sí o sí. Y aprovechando la pasada al bestialísimo «Robot Tyrant», la vibra funk de «Subtle Hustle» -¡vaya título, por Dios!- transforma la cancha del club Blondie en una pista de baile, como en los ’70s. Tim Sult tiene todo el derecho de creerse Hendrix, así como Fallon emula leyendas como James Brown y Sly Stone a su manera, y profesa su amor a Funkadelic haciendo propio ese toque funk 70s al que muchos aspiran y pocos obtienen con éxito. Y el dominio de recursos por Dan y JP en la base rítmica, podría ser objeto de estudio en cualquier trabajo de musicología, lo que no quita en absoluto la diversión evocada hasta el sudor. También es bueno detenernos un poco para aclarar la diferencia entre el «sonido retro» y el sumergirse en una época determinada para volver al presente con su lenguaje reforzado. Y es que lo segundo es la gran virtud de Clutch, una banda compuesta por músicos con vocación de melómano. Una especie muy rara, y con toda razón, pero que una inmensa minoría agradece cuando se trata de viajar al origen de (casi) todo. Y, claramente, el trabajo de arqueología musical con cerveza en mano, puede ser tanto un privilegio como una gran responsabilidad.
Cuando salieron los primeros discos de Clutch, el grunge era el paisaje cultural de USA. Por ende, el disco homónimo (1995) tiene una jerarquía alienígena que en su momento no tuvo la comprensión de quienes se nublaban con la imagen «depresiva» de Kurt Cobain, el ídolo del momento. Y eso quizás potencia el culto generado por Clutch entre quienes se disponen a sucumbir ante el peso corrosivo de piezas como «Escape from the Prison Planet», de esos pasajes con harto ácido, literal y metafóricamente hablando. Y el lado psicodélico de la más sideral «Supergrass», aflora como una infección de catarsis sensorial que, reiteramos hasta que se nos plazca, se basta de nada de parafernalia y con las pelotas bien puestas. Es ahí donde la portada del segundo álbum de Clutch adquiere vida y dimensión propia. Como caminar sobre nuestro satélite natural, mirando hacia la esfera verde-azul que se encuentra a miles y millones de kilómetros. Y el mérito individual es de Neil Fallon, quien se entiende con los fans como si fueran amigos de juergas de toda una vida. No es solamente cantar, sino dominar al público y encantar dándoles lo que a todos nos gusta.
Ver a Neil Fallon con guitarra en mano en «A Quick Death in Texas», puede ser inusual. Pero el toque sureño que le pone en dicho capítulo del show, te deja ‘marcando ocupado’. Por lo que respiran durante décadas en la carretera; porque lo que inhalan al momento de escribir y grabar, lo exhalan ante un público que sabe lo que está abrazando. De ahí un nuevo viaje a los inicios, donde la parada en «Binge and Purge» puede disminuir la intensidad pero también aumentar el placer en todo amante del riff con sabor a cerveza o whisky. Lenta, mortífera, acechante, con una recta final detonando todo su arsenal restante… rock pesado, en su sentido más literal. Nótese que de la enorme bruma del corte perteneciente a «Transnational…» al groove pendenciero de «Cypress Grove», hay al menos dos fotografías distintas, unidas por un distintivo incorruptible. Clutch tiene eso que cuesta definir con palabras y tiene que ver con la cualidad de construir una atmósfera propia, donde conviven distintos estados climáticos en un solo territorio.
Lo que ocurre en «Sucker for the Witch» es rutilante. Un error en el arranque, con JP lidiando con algún desperfecto en la batería. Asunto arreglado y empecemos de nuevo, y le damos con todo. No hay poses ni conductas de rockstar, porque Clutch se debe tanto a su música como a quienes se impregnan de ella, sus incondicionales de todas las latitudes. Dejar la vida, mantener la energía en alto, sin decaer ni dar espacio a grietas. Neil Fallon nuevamente toma la guitarra, esta vez en el cierre del set regular con «The Regulator». Blues sureño, con sabor a whisky añejo, subiendo la intensidad con la exquisitez de los grandes por derecho propio. Y como broche de oro, primero el brío pantanoso de «Electric Worry», cuyo coro está hecho para que se te pegue en la mente, te guste o no. A estos muchachos no es que les guste el blues, sino que les hace echar fuego. En la vena de ZZ Top circa 1971-75. «Bang, bang, bang, bang… Vámonos, vámonos!», bien gritado y para la gente, porque esta música es para quien después de un día laboral encerrado en un escritorio, se va a algún tugurio de mala muerte a beber y escuchar música, como en su casa. Y el remate con «Fortunate Son», el clásico supremo de los entrañables Creedence…, no hace más que culminar una fiesta en toda su forma y esencia.
La duda sobre un regreso en el futuro es entendible. Por lo que costó traerlos a este rincón del mundo. Porque aunque no sea agradable decirlo, estamos hablando de una banda con una propuesta inclasificable y transversal, pero que deja en claro que el rock n´roll es una cosa y los «grandes nombres» son otra muy distinta. Aquí lo que cuenta es el esfuerzo por la excelencia, lo que deriva en una noche de paliza y purga a enmarcar. Con la sutileza de su propio empuje, Clutch mostró su cara pandillera entregándose al fragor de la locura, al igual que quienes estuvimos años y décadas esperando por esta cátedra de rock y emoción a flor de piel. Hasta la última gota de transpiración.
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