Heráldica de Mandrake «Nunca Basto Con Rezar» (2025)espera un momento...
viernes 11 de abril, 2025
Escrito por: Equipo SO
Por Pablo Rumel.
NUNCA BASTÓ CON REZAR: LOS TECNOBRUJOS VUELVEN A LA CARGA
Sombrío, tétrico, catastrófico, como un poema de César Vallejo, sangriento, satírico, obsceno, como los versos del Conde de Lautréamont, poesía más turbia que la bilis montada sobre un caballo pálido, NUNCA BASTÓ CON REZAR, es el último álbum de Heráldica Mandrake con cuatro pistas de mediana y larga duración, quienes vuelven al galope en el formato que ya nos tienen acostumbrados: crudo, directo al hueso, con canciones más espesas que alquitrán bajo la lluvia.
Con «Incertidumbre y gloria» comienza la gesta, un corte de 7:35 que inicia con pequeños golpes de platillos, dando paso a un punteo lento, armonizado con bajo y guitarras; las cuatro cuerdas, obra y gracia del tecnobrujo Vicente Zamorano se oye con una densidad especial, ni sucia ni limpia, en el justo medio para otorgarle la densidad que demanda el tema.
Tras el arranque llegan hasta nosotros riffs sabathianos, los cuales blindarán la voz del guitarrista y vocalista Francisco Visceral Rivera, voz con una vibra tenuemente de ultratumba, con tonos medios (algo forzados en los altos), y que nos recordarán las viejas glorias de los Candlemass de la etapa Messiah Marcolin, una voz que se abre paso desde lo profundo para acoplarse en las notas retumbantes, casi al borde de la saturación.
Capas de acordes abiertos y levemente arpegiados, a velocidades medias, se alternan con el riff principal, para llegar a la primera parada, 3:40 segundos, con guitarras acopladas sibilantes, una pura delicia de los tiempos analógicos en las que los músicos se valían más del ingenio que de juguetitos digitales. El bajo, renunciando de antemano a crear fills y adornos entre los silencios, muta a una distorsión con toques de wah-wah y flanger, creando líneas potentes y afiladas, en una línea dura tipo Motörhead, aunque también tomando elementos del rock alternativo, como ese bajo atronador característico de los Royal Blood.
En la sección final, promediando el minuto 6, nos llegan unos oms búdicos tipo mantra ¿solo con las armonías de las cuerdas o con algún sintetizador? Es la magia de los Heráldica de Mandrake, secretos que probablemente nunca sabremos. Un redoble estilo marcha militar con líneas de guitarras cierran la canción, augurando lo que nos temíamos; estamos frente a un discazo de tomo y lomo.
Llega el segundo viaje, de más de 16 minutos, «Jamás Domesticado», con riffs que recuerdan a los Sabbath del Master of Reality, notas espiraladas hipnóticas con figuras ascendentes y descendentes, con tritonos disonantes que transmiten pura malevolencia. En plena marcha oímos algunos ajustes, pudiendo oír la orgánica de los instrumentos, los cuales cobran cuerpo y vida delante de nuestros propios oídos, para progresar hacia secciones que van de parones y cambios de marcha, hasta momentos que son pura atmosfera. ¿Doom Metal progresivo? Son solo etiquetas, Heráldica rebasa las meras categorías.
La rítmica la empujan bajo y guitarra al unísono, con una batería jazzeada, obra del master Cristián Rivera, a media velocidad, la cual va ejecutando cambios y platillazos que sirven para darle brillo a la voz, más dramática que la interpretación anterior, acentuando las líricas casi como si estuviera declamando.
La distorsión roza la saturación, la mezcla final juega muy bien con esos umbrales, avanzando su desarrollo con cambios en las marchas sin romper las métricas: al minuto 7 volvemos a un nuevo silencio, nueva parada en este viaje, para ingresar a una zona más lóbrega, los arpegios se han vuelto lentísimos, como si las manos de los tecnobrujos de pronto se hubieran oxidado por el fango, creando pequeñas atmósferas con juego en las acentuaciones, y sumándole cantos contrapuntísticos a dúo, ligeros cambios en el volumen, todo pausadísimo, en cámara lenta, con densidades que se han tornado psicodélicas y no sabemos si nos hemos mandado un pipazo de alguna planta exóticas de la lejana Mandrake, o simple y llanamente el embrujo de la música nos ha cogido por sorpresa afectando nuestra mente.
Y llegamos a «Peca y sé libre»: así, nada más. La acústica que logra el baterista al comienzo se ve sencilla…claro, muchas veces lo fácil se ve difícil, y viceversa, pero hay que ponerle atención: se oyen golpes de ultratumba, húmedos, como si estuvieran siendo percudidos adentro de una cripta, no es un estilo lo-fi, o como esos tarros de leche Nido que a veces oímos en las producciones raw de Black Metal, sino con una característica muy propia, un sonido envolvente muy bien pensado y trabajado. Al oír las primeras entonaciones sabemos que esa elección no fue al azar: unos cánticos que nos recuerdan los momentos más dramáticos de la Cantata de Santa María de los Quilapayún, texturas que van entre lo gregoriano sacro, la canción de protesta y lo trovadoresco por su teatralidad, acompañados de acordes lentos, abiertos y espaciados.
Promediando el minuto 4 un nuevo corte, un silencio y luego cambio de marchas: se abandona la solemnidad anterior y ahora estamos con una onda mucho más callejera, incluso con ciertos ribetes futuristas, al incorporar pequeñas capas sintetizadas: el bajo y la batería se roban la película. Las líneas que dibujan las cuatro cuerdas suenan, sí, muy cinematográficamente, como si de pronto estuviéramos metidos dentro de una película de horror italiana de Mario Bava, Lucio Fulci o Dario Argento, un ritmo sincopado que para los conocedores, recordará a los legendarios Goblin, al maestro Fabio Frizzi o Riz Ortolani. Esta parte es una joya del disco, de esos momentos en que uno se levanta del asiento y aplaude a rabiar por los minutos de maestría que hemos escuchado.
Y el viaje llega a su fin con «Ebrio en el fin del mundo», con acordes lentísimos y golpes de caja espaciados, creando precisamente esa pesadez que vemos en esos borrachos consuetudinarios, que para simular su estado de intemperancia van caminando a paso firme y lento, casi agarrándose a los barrotes o a los árboles para no irse de traste al suelo. La voz del cantante suena limpia, como la hemos venido escuchando, forzando algunos tonos altos en su particular estilo.
Promediando el minuto 3 llegamos a una nueva sección, con guitarras limpias y levemente reverberadas, con algo de delay; se crean armonías nota a nota, con arpegios lentísimos. La voz se mueve hacia tonos más profundos, ligeramente atenorado, entregando los versos del tema con fuerte sentimiento.
A los 6:15 las marchas cambian y entramos a una construcción tipo vórtice, con densidades mortuorias, ritmos más cercanos a la galopa y al cabeceo. Bajo-batería marcan un interludio que queda muy bien puesto, pues le otorga a la pieza una progresión bien blusera, con golpes de platillos estruendosos y dinámicos.
En la última sección las velocidades vuelven a su cauce, dirigiéndose hacia un final con guitarras limpias, un final tipo litúrgico, una desmesura total con tintes apocalípticos, no sin antes regalarnos unos riffs bien movidos, con cambios en velocidades muy cercanas a lo progresivo. Esas cuerdas acopladas del final ponen bien arriba el broche de oro.
Así, entre letanías eléctricas, atmósferas cenagosas y pulsos que retumban como tambores de guerra en el corazón de una tormenta, Heráldica Mandrake firma un regreso donde la fe no salva y la música tampoco consuela: sólo arrastra. “Nunca bastó con rezar” no es un disco para redimirse, sino para hundirse con elegancia en el barro del fin del mundo. Y aun ahí, seguir tocando.
No podemos cerrar este breve análisis sin destacar que este álbum fue concebido y publicado en honor al bajista Vicente Zamorano, quien abandonó su forma terrenal en septiembre de 2024. Más allá de su innegable talento —evidente en cada nota que toca—, quienes lo conocieron lo recuerdan como una persona luminosa y entrañable. Zamorano no solo aportó su arte en las cuatro cuerdas, sino que también estuvo a cargo de la grabación y mezcla del disco, dejando en él una huella imborrable.
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