Pentagram – Eternal Life of Madness (2024)espera un momento...
lunes 06 de mayo, 2024
Escrito por: Equipo SO
Por Claudio Miranda.
Mirándolo con la perspectiva que nos da el tiempo, el debut en grande de Pentagram tiene razón de ser en su título. «The Malefice» (2013), un LP esperado durante años tanto por sus creadores como por los fanáticos del metal más subterráneo en Chile, significó terminar con el maleficio de una agrupación cuyo catálogo registraba solamente el single «Demoniac Possession / Fatal Predictions» (1987), dos demos que terminaron marcando la ruta del metal extremo en Sudamérica y Europa gracias a su difusión mediante cartas enviadas hacia y desde nuestro país por Anton Reisenegger, el compilado homónimo (editado en 2000) y el registro en vivo «Reborn» (2001). Tras un par de reuniones que no pasaron de algunas fechas en vivo, recién en 2012 se materializa un regreso de manera más seria, con intenciones de traducirlo en un larga duración. Al año siguiente, «The Malefice» ve la luz y se convierte en un fenómeno incluso en el circuito europeo. Canciones con la intensidad primigenia del estilo en su fase más cruda, una producción que rememora las vibras originales pero con la calidad requerida en las últimas décadas. Todo reforzado con la presencia de invitados ilustres como Rodrigo «Pera» Cuadra y Álvaro Soms (Dorso), Marcel Schmier (Destruction), Tomas Lindberg (At The Gates, Disfear, Lock Up) y Marc Grewe (ex-Morgoth, Discreation, Deimons’ Dawn). Casi nada.
Para el trinomio compuesto por Anton Reisenegger, el guitarrista Juan Pablo Uribe y el baterista Juan Pablo Donoso,(baterista y fundador de Sadism), había llegado el momento de escribir el siguiente capítulo en la historia de Pentagram, y había que empezar por la inclusión del bajista Juan Francisco Cueto (compañero de ruta de Anton en Criminal), quien ocupaba la vacante dejada por el músico inglés Dan Biggins, este último titular en «The Malefice». Y si bien Anton escribió el 90% del álbum, «Eternal Life of Madness» tiene algo en sus surcos que da cuenta de una placa mucho más trabajada y, a la vez, con los pies en un terreno que conoce y explora sin complejos. Considerando los casi 11 años de espera (entre los compromisos de Anton con Criminal y Brujería, y el desastre pandémico que nos tuvo en vilo durante dos años), el anuncio de la segunda placa ya no hablaba de una banda de culto dando la noticia más esperada, sino de una agrupación que buscaba confirmar su estilo mediante un propósito que pocos veteranos pueden jactarse de tener y proyectar en lo suyo.
El arranque con intro de voces de ultratumba dando paso a «El Imbunche», nos refrenda el excelente estado de salud del que goza Pentagram al momento de escribir música maldita y dotarla de rabia desde las entrañas. La voz de Anton sonando con ese aire de odio y maldición a la usanza de la época de los demos y los fanzines, mientras su labor con Juan Pablo Uribe en las guitarras profesa entendimiento y jerarquía al momento de dibujar entornos penumbrosos, donde la muerte acecha sin tregua. La batería de Juan Pablo Donoso y el bajo de Juan Francisco Cueto, ambos encargados de hacer y deshacer con una precisión clínica que va de la mano con la intención de sumergirnos en lo peor de lo nuestro. Y sí, está claro que el nivel del material responde a la coherencia de sus creadores como próceres locales, y el regreso a las viejas formas implica para ellos la mayor dedicación posible a lo que se transmite, al sentimiento de pertenencia no a nivel de género, sino de al lugar de donde procede esta música; abajo de toda la convención.
El fanatismo por Celtic Frost deja su huella en «Possessor», un corte de riffs y cadencias brumosas que pasados los tres minutos desemboca en una arremetida de death-thrash sin concesión que valga. Lo que insinuaban una década antes en «The Malefice» o en sus demos durante el promedio de los ’80s, en «Eternal Life…» lo llevan a un terreno que sólo las instituciones como Pentagram conocen y dominan después de mil lides varias. El trabajo de las guitarras, reiteramos, es escalofriante por las figuras de los solos y las armonías que, en varios pasajes, nos remontan a los tiempos primigenios de Mercyful Fate y Slayer, ejemplos inmediatos de guitarras armonizando como si entre ambas pintaran un lienzo de horror y muerte. Algo similar encontramos en «Omniscient Tyrant», una pieza que se expande hacia terrenos prohibidos, comunes para quienes saben lo que implica poner un pie en esos recovecos de naturaleza abominable.
Si bien fue el primer adelanto, «The Portal» en el contexto del álbum aparece como otro asalto sónico, a la usanza del death y el thrash en su forma más primitiva. No se queda ahí, porque como en todo el disco hay un relato no solo en las letras, sino en su toque cinemático. La música extrema es movimiento constante, vehemente e iracundo en su esencia y ropaje, pero siempre con un objetivo que poco y nada obedece al gancho convencional de turno. Y si estos cuatro señores ya entrados en una edad madura insisten en imponer sus principios con raíz en la cochambre y el riff retorcido, es porque su objetivo en común obedece al pantanal en el que estuvieron y estarán sumergidos.
En el ecuador del álbum, el corte titular resalta la ambición artística y musical de Pentagram. Como en la época de los demos y los fanzines, como hace una década lo hicieron con «The Malefice», hoy llevan el asunto al siguiente nivel. Las guitarras de Reisenegger y Uribe alcanzan el colorido justo para que «Eternal Life of Madness», la canción, concentre en el ojo de su propio tornado la devastación irracional de Eternal Life of Madness, el álbum. La silueta de los Slayer del «Hell Waits» (1985) y los Venom del «At War With Satan» (1984) está encima, pero en vez de opacar, le da a Pentagram el impulso suficiente para este relato de horror -uno de varios- donde la poca luz que entra, después se transforma en tiniebla y carnicería. Como ver una posibilidad de redención en ese pequeño halo de luz, para sucumbir en la fauces de la condición humana, en el paladar de la enajenación cotidiana.
Nos gusta y nos llama la atención los tres minutos y medio que dura «Icons of Decay». El track de menor duración en un disco cuyas piezas promedian en duración los 5 minutos. Nos gusta lo que dura porque si hay algo que nos enseña -y recuerda- la música de bandas como Pentagram, es que la duración debe ser lo que tenga que durar. Puede sonar y parecer obvio, pero en estos tiempos en que la producción musical se empeña en sobrecargar o quitar de manera innecesaria -el afán de vender discos como si fuera una fábrica de salchichas-, el oficio y el amor que le ponen sus creadores en la identidad de las canciones es evidente a kilómetros. El doble pedal de Juan Pablo Donoso, un castigo constante a golpes aceitados con precisión de relojería. Un nombre referencial en la batería metalera en el circuito local durante las últimas tres décadas, y pieza determinante en el proyecto que significa Pentagram desde que «The Malefice», dicho sea de paso, le enrostró al mundo que sus creadores tienen algo que decir. Y lo dicen.
A pesar de su duración de casi 55 minutos -10 más que su antecesor-, la riqueza de matices y paisajes hace de «The Eternal…» un disco brillante y certero, donde nada sobra ni falta. Todo en su lugar, en el momento y lugar indicados, con la distribución que requiere un disco que nos empuja a una bajada hacia las profundidades sin posibilidad de volver a la superficie. Es por eso que «Devourer of Life» y «State of Grace», distintas en apariencia, están hermanadas en un distintivo que le da cara a todo lo pensado y llevado a cabo. Entre la ferocidad maestra de la primera y la fuerza acechante de la segunda, son esos rasgos distintivos los que nos hunden con gusto en el tormento eterno que Pentagram dibuja hasta darles forma y movimiento. Nótese que las guitarras, tanto en los riffs como en los demenciales solos que denotan la influencia de Hanneman-King, se pronuncian con un lenguaje que rescata la actitud y las ganas de mandar toda «convención musical» a la cresta. Vieja escuela, en un sentido total de una palabra hoy tan manoseada, pero que los ilustres como Anton Reisenegger reivindican a través de lo que importa y debe importar.
La pieza más larga del disco es «The Seeds of the Deed». Son seis minutos y 35 segundos de alquimia y búsqueda -parafraseando a otro nombre eminente del metal chileno-, con inicio reptante, desarrollo pesado como la existencia misma, y un clímax de melodía y sonido que baña en sangre y muerte todo lo lo que toque y mire a su alrededor. Por lejos, el momento del álbum que mejor proyecta las cualidades de estos cuatro señores enfocados en procrear y dar forma a la música más pesada y maldita que pueda concebir el ser humano. No hemos hablado mucho de Juan Francisco Cueto en el disco, pero la solidez que aporta es una marca registrada cuando lo que importa es la música y el ambiente que construye en un ecosistema poco y nada de amable. Como fanático de Judas Priest, y tomando al incombustible Ian Hill como modelo a seguir, lo que hace Cueto al pivotear las guitarras de Reisenegger y Uribe, denota las toneladas de fuerza y sensatez en un referente local por derecho propio.
En la recta final del álbum, parece que «Deus Est Machina» va con todo, con el pie en el acelerador y la voz de Anton exigiéndose como si se le fuera la vida en cada gota de sudor. Podríamos dedicar párrafos enteros a lo que hacen Anton y J.P. Uribe en las seis cuerdas, sobretodo por el entendimiento en su raudal de armonías. Podríamos destacar lo que el binomio Cueto-Donoso extiende y pliega en la base rítmica, ambos dejando su rúbrica en favor de la matriz sónica que Reisenegger y Uribe proclaman al punto de desafiar todo intento de sutileza ajena a sus ideas. Un conjunto de elementos y virtudes que en el final con «No One Shall Survive» se desbordan con el escalafón propio de las buenas canciones. Las canciones que no dependen de la velocidad ni la pirotecnia instrumental para sembrar la desolación, sino del juego de contrastes entre la bruma y la paliza, el espesor del suelo que pisamos y el final sangriento a manos de la jauría. Y el solo a cargo de Gabriel Hidalgo, suma a la sin-razón que Pentagram refleja como un espejo de un mundo de horror cruento no muy distinto a nuestra realidad.
No tenemos dudas en afirmar que «The Eternal Life of Madness» marca una diferencia enorme con su antecesor «The Malefice», incluso se justifican de manera inmediata los 10 años, 7 meses y 20 días de espera. Si el primer álbum estaba marcado por un sueño esperado hasta entonces por sus creadores y fans por igual, «The Eternal…» triunfa como una confirmación y sorprende con el paso adelante que da contra toda predicción fatal. El próximo año, a todo esto, Pentagram cumplirá cuatro décadas de carrera. Con un lanzamiento de tamaño nivel, hay una vida de locura que debe ser celebrada en pleno estado de gracia.
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