Woodstaco 2019: La tribuna de lo genuino y visceral (Capítulo 2)
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Woodstaco 2019: La tribuna de lo genuino y visceral (Capítulo 2)

Woodstaco 2019: La tribuna de lo genuino y visceral (Capítulo 2)

viernes 18 de enero, 2019

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Escrito por: Álvaro Molina

«¡Oscar!» gritó alguien a lo lejos. «¡Oscaaar!» se escuchó un poco más allá entremedio de unos arbustos. «¡¡¡OSCAAAR!!!» corearon desde un escenario y acto seguido se soltaron mil carcajadas. Al grito de lo que quizás se convirtió en uno de los memes en esta edición de Woodstaco, muchos despertamos a duras penas, recordando quién era Oscar. ¿Lo habrán encontrado? ¿Hay una de esas tumbas esparcidas por el camping con su nombre? Pero todo este melodrama le daba igual al sol del Maule que había convertido la carpa en un horno y daba la calurosa bienvenida a un nuevo amanecer de música, citas con la historia y la vanguardia, nuevos sonidos experimentales y actos que derrocharon actitud sobre los escenarios que ya se habían convertido en santuarios para todos los gustos. Salí de la madriguera hecho una sopa; menos mal, el río y el estero estaban cerca invitando con los brazos abiertos para despertar, bajar la temperatura y quitarse la tierra y el polvo (y la caña). Incluso por ahí se veía que los más motivados agarraron flotadores para dejarse llevar por la plácida corriente del Perquelauquén, convirtiendo el caudal en una suerte de parque acuático para toda la familia woodstaquera en este país de las maravillas envuelto en un universo de realismo mágico.

Después de un baño de purificación y un sano y nutritivo desayuno en las pizzas a luca con el suculento detalle del chimichurri mañanero, recuperamos las fuerzas necesarias para enfrentar el nuevo día (no sin antes haber experimentado la actividad recreativa de la ¿pipa? escultural instalada al costado del río en el escenario Laguna Mental). “¡Buenas tardes, Woodstaco! ¿Cómo durmieron? […] No durmieron ni una weá, admítanlo” fue la efusiva animación de Luis ‘Doc’ Pezoa en el Nexo a eso de las 16:00hrs. Ya podrán imaginarse nuestra respuesta desde el público, pero tras escena, se alistaba para subir al escenario un cuarteto que nos despabiló y despertó con una poderosa presentación. Críptido, naturales de Parral y cuyos miembros apenas promediaban los 20 años, iniciaron tímidamente un show que fue transmutando paso a paso hasta convertirse en un caos sonoro de ruido metálico que derrochó personalidad arriba de las tablas. Su interpretación propia de lo que significa el metal instrumental mezclaba pasajes progresivos y técnicos, posicionándolos como una sorpresa en la tarde de sábado. “¡Vamos cabros, acérquense al escenario! ¡Bacilemos todos la weá!” fueron las astutas palabras de Jota Bustos (guitarra rítmica) para que unos pocos se aproximaran y soltaran el pelo a puro headbanging. Precisión, técnica y un sello distintivo para estos chicos que hacían su debut en un festival que para nada les quedó grande.

Pero las sorpresas continuaron. Un poco agradecido por el retraso en horario que tuvo el Laguna Mental, llegué justo para ver cómo La Julia Smith detonaba experimentación y excéntrica psicodelia en un mar de ritmos complejos que a muchos nos dejaron aturdidos. Los de Concepción se encontraban estrenando una nueva formación, la cual mantenía el núcleo compuesto por los hermanos Marcelo y Paulo Díaz y Pablo Romero, pero incluía también a creativos invitados que lograron construir una plétora de capas sonoras surrealistas que danzaban libres en la atmósfera instalada alrededor del escenario. Ahí estaba uno de sus miembros, destrozando la guitarra con ácidos solos y arpegios. ¿Lo perdiste de vista? No, ¡ahora está en la batería! Pero ¿y el que estaba en los tambores y platos? Mira, se pasó al bajo y después lo encontraste haciendo los sampleos y secuencias mientras suena “Poison”, el nuevo single de la banda que mezcla rock y acid house y que adelanta su nuevo material a lanzarse este año. La Julia Smith demostró que su gran apuesta es por la musicalidad intensa a través del intercambio entre los unos y los otros, sin importar la forma, afinación o estilo de la herramienta musical. Lo importante para ellos era la actitud de colaboración arriba del escenario, colándose entre ellos, quitándose los instrumentos, ensañándose con una música indescriptible que no encajaba con nada, excepto con la intención de pasarla bien en medio de una celebración colectiva. La jornada de sábado ya había empezado de lleno.

Me encontré con una niña de Argentina que se llamaba Florencia. Era colorina y estaba luciendo una polera de Descendents sobre la que caían algunos de los hollejos de esos ricos choclos que vendían por ahí y que se notaba que ella estaba disfrutando. Nos pusimos a conversar. “Che, vine desde Buenos Aires en bus y no sé si me quede guita [dinero] para volver (risas). Pero aquí estoy, feliz porque anoche vi a los Knei y se zarparon los pibes. Ahora me dijeron que va una banda que se llama Los Peores de Chile, ¿la conocés? Encontré re copado el nombre, viste ¡por eso quiero ir a verlos!”. Le dije que sí, que era una banda muy conocida aquí en Chile, de la que no se iba a arrepentir, donde la joda y el mosh iban a estar de alto voltaje. Mientras le decía esto, se cruzó frente a nosotros una familia con unos tres niños que venían saliendo del río. Florencia los quedó mirando y dijo: “Che, podría haber venido con mis sobrinos, hermanos peques… ¡con todo el familión, loco!”. Y con esas palabras se me esclareció parte de la experiencia. En el puente de piedras y palos que había entre el Laguna Mental y la plaza y el resto de los escenarios, era increíble detenerse un minuto y ver cómo había familias chapoteando en el agua, descansando al sol, jugando entre flotadores y pelotas inflables… y no se escuchaban más que risas por todas partes. La reunión de toda la comunidad era algo que dejaba una profunda impresión en cualquier asistente. Basa con acordarme de la reacción de Florencia, con quien nos encontramos después de que ella hubiera quedado entierrada y agotada después de ver a Los Peores y me dijo “Che, si ellos son ‘los peores de Chile’, ¡los ‘mejores’ deben ser una boludez!”. Nos reímos, fumamos un cigarro y luego nos despedimos nuevamente.

Mientras Florencia recibía empujones y saltos en el escenario Rock (en una presentación de Los Peores que levantó una verdadera tormenta de arena contestataria), yo volví al Nexo para reencontrarme con el sello LeRockPsicophonique y parte de su catálogo que sigue un sinuoso camino entre géneros poco explorados en Chile. Alrededor de las 18:00hrs. se arrimaron los Sistemas Inestables con una puesta en escena minimalista, pero al mismo tiempo compleja. Vanguardista, pero íntima. El trío compuesto por José Tomás Molina, Javier Hechenleitner y Mauricio Lacrampette (Vuelveteloca), desató un show metafísico, indescriptible. Basta decir que la energía eléctrica corría por las venas de Molina, quien se turnaba entre las guitarras, los sintetizadores y teclados para a ratos unirse en batería junto a Hechenleitner, quien por su parte también convertía los ritmos en una madeja experimental en su estación de secuenciadores y loops mientras Mauricio, estático, mantenía el rumbo y la direccionalidad precisa del sonido de la banda. Una presentación intensa, donde algunos comentaban “Qué onda estos cabros […] ¿La dura son tres nomás ahí arriba del escenario?”, al tiempo que Molina se volvía loco, guitarra en mano, contorsionándose y quebrándose en un muro de sonidos electrónicos. Y el ciclo continuó de la mano de La Ciencia Simple, cuyo estilo de “ambiente libre” y post-rock instrumental nos mandó directo a la luna que empezaba a asomarse en el cielo sobre Woodstaco. Mostrando parte de lo que compone su último disco ‘III V VII’, el quinteto santiaguino hizo un paseo por nuestras mentes, elevándolas, atándolas a un dramatismo musical similar a una banda sonora de ciencia ficción. Sus estructuras atmosféricas y la potente presencia arriba del escenario no dejaron a nadie indiferente; algunos atrapados en una meditación introspectiva y otros dejándose llevar por una cinematografía musical que apeló a las emociones más catárticas, los chicos de La Ciencia Simple se llevaron consigo una carga de dinamismo pocas veces visto, consagrándolos como una de las apuestas seguras del circuito experimental de Santiago.

Había caído nuevamente la oscuridad de la noche. Las luces en los escenarios empezaban a llenarse de toda clase de insectos nocturnos; polillas, zancudos y mosquitos revoloteaban en los haces que se plasmaban sobre las tablas. Los de Tryo estaban terminando su set catatónico en Laguna Mental. Los humos subían. Los aplausos se convertían en una corriente en secuencia. Los de Viña del Mar habían hecho de las suyas de nuevo; mezclando rock progresivo y experimentación, derritieron las pocas neuronas que hacían resistencia entre los congregados al escenario más ecléctico del festival. Pero aun faltaba un viaje esencial en la apuesta del Laguna. “Ponele reverb a todo” le decía Charly Cross al sonidista. Dicho viaje esencial estaba a cargo de Familia de Lobos, colectivo bonaerense que, por ahí, en algún medio los calificaron como música de “empanada western”, lleno de cruces entre la psicodelia formal y los sonidos de instrumentos tradicionales del folclor trasandino. Bastaba ver a María Anselmo instalándose elegantemente con su sombrero en el centro del escenario junto al bombo legüero. O a Eric Moreno en la guitarra, acompañado por sus compinches bandoleros a cargo de las percusiones forradas en cuero de vaca y aumentando la atmósfera salvaje e intoxicante con sabor a mescalina ritual. “Indio malo con los ojos blancos, danza con lobos y perece en la ciudad” era parte del mantra con que Familia de Lobos nos seducía lentamente, envolviéndonos en un trance de psicodelia pampina llena de ecos viscerales y ancestrales. Una familia que también pertenece al catálogo de Necio Records y que, además, tuvo un exitoso paso por nuestro país, realizando una gira que los llevó a Santiago, Quillota y Concepción, para culminar con una dramática presentación en este lindo festival.

Para llegar al escenario Rock realmente había que caminar mucho. Quizás las distancias se distorsionaron, pero en un minuto se sintió como una peregrinación. Había demás un acto del otro lado de los Andes que llamaba la atención por su propuesta. La explanada del escenario, en la cual ya todo el polvo había sido levantado durante las presentaciones de Los Peores de Chile y La Floripondio, invitaba a recibir a Los Ácidos, cuarteto que auguraba un desenredo de percepciones en sus viajes de psicodelia fuertemente bendecida por los sonidos sesenteros de The Zombies o los 13th Floor Elevators. “¡Hola! Somos Los Ácidos y venimos desde Argentina, ¡que disfruten!” fue la amistosa bienvenida de Miguel Piermarini antes de comenzar con “Viajes”, aquella bellísima introducción a su primer disco, donde “un flamante paisaje, una frescura visual, te podés desenredar, en los viajes” servía como una buena línea para sumarse a las frases síntesis de lo que Woodstaco había demostrado hasta ese momento. El cuarteto argentino derrochó pura actitud lisérgica y poder fantasma sobre el escenario, mostrando material perteneciente a su debut (¡revísenlo!) y adelantando nuevas sorpresas que se vienen para este año, aupándose en el enfoque y desenfoque de perspectivas que lograban las teclas al mando de Sebastián Gentile y la base rítmica de Matías Rivara y Santiago Rodríguez. Flasheo del bueno, relleno de luces y colores místicos. Pero la experiencia psicodélica no daba descanso. Mientras en la música de cortina sonaba el disco ‘Nonagon Infiniry’ de los australianos King Gizzard & The Lizard Wizard, los Spiral Vortex, unos regalones de la escena ácida chilena, se disponían a desatar un nuevo asalto de distorsión que llegó a insertar nuevas energías en las mentes de los que estábamos congregados frente al escenario Rock. Ellos mostraron de todo; el público alucinaba con todo. Se formó un ritual donde había grupos bailando frente a las tablas, algunos pensaban que estaban soñando mientras se les acercaba un tipo con máscara de pitbull y vestido con traje de enfermero (real) y otros se preparaban para una cita con parte de los referentes de la escuela neo-psicodélica chilena.

Uno iba vestido con sombrero veraniego y chaqueta de estampados. Otro, rapado y con polera de los Dodgers. Para completar este trío nuclear se sumaba un tercero, chascón y con boina en la cabeza. Y a ellos se les agregaba un cuarto miembro invitado, también con boina, lentes oscuros y un cigarro de filtro café encendido colgando entre los labios. La actitud cool (y algunos llamarán pretenciosa) reinaba sobre el escenario. Con Salamanca de The Slow Voyage estábamos preparados para un asalto que llevábamos esperando durante ese día. Después de un largo intervalo de tiempo que los mantuvo alejados de los escenarios más “masivos”, Woodstaco recibía a La Hell Gang, una banda divisiva, a ratos chaqueteada, pero que a pesar de todo mantienen plenamente esa actitud que hace diez años se inauguró con esa joya llamada ‘Just What Is Real’ y que, en parte, es una de las piedras angulares que pavimentó el camino a lo que el sello BYM Records ha logrado durante el último tiempo. La verdad es que, a veces, el sesgo personal termina por distorsionar un poco la realidad, pero a esas alturas no importaba. Porque sonaron “So Much Better”, “I Think You Are Wrong”, “Sweet Dear”, entre muchos otros temas que el trío compuesto por KB Cabala, Sarwin y Nes venían a reencontrar y que, hace un tiempo, lanzaron con la intención de resucitar ese espíritu rockero perteneciente a la línea consagrada por The Ganjas en la década anterior. Y ahí estábamos, con Rodrigo y muchos otros cabeceando frente al escenario, poseídos por los ritmos que La Hell Gang desató sobre nuestras cabezas, ahogando las gargantas y aunando al resto de los que se congregaron para la ocasión.

En instancias como esta pasa que uno no quiere que la cosa se acabe. Pero ya se acercaba el fin de la jornada. Apenas podíamos distinguir los zapatos entre toda la tierra. A ratos mover la cabeza para hablar significaba un esfuerzo; los cuellos ya no daban más. Pero faltaban algunos cabeceos más por darse. Había que obligar a los pies a moverse. El camino iba nuevamente en dirección al Nexo, acompañados por los mosquitos y cigarras que tenían su propio escenario nocturno. Porque aun faltaba un último acto violencia y vulgar exhibición de poder. El reloj ya marcaba las 03:00 y los peruanos de Rito Verdugo habían derretido el escenario. Y el metal de cierre seguía aguardando; no se hizo esperar y, como un acto de disidencia musical, los Éntomos se subieron para machacar lo poco de energía que quedaba en nuestros cuerpos. El cuarteto santiaguino de metalcore progresivo se echó rápidamente al público al bolsillo. No importó la hora, el desgaste, la transpiración pegada al cuerpo ni la polvareda infernal desatada en el escenario. Presentando su último disco ‘Disidencia’ y algunos temas nuevos, la muerte se hizo presente y la agresividad se mantuvo viva y firme para cerrar una jornada. Por ahí caían algunos en el mosh, pero eran levantados rápidamente para continuar una inmolación en los fuegos de la locura conjurados por una banda que cruzó el umbral del tiempo y nos volvió adictos, misántropos y disidentes. Al final, ya había algunos que nos veíamos rendidos, dados por vencidos. Otros arrastraban los pies. Por ahí seguían buscando a Oscar. Muchos seguían descorchando, destapando y encendiendo En el Laguna Mental la joda siguió hasta tarde con las psicodélicas presentaciones de los argentinos Hijo de la Tormenta y Ayermaniana. Vale decir que ambas bandas lo dejaron todo, sobre todo los últimos nombrados, quienes al final de su presentación se arrastraban por el suelo del escenario poseídos por alguna fuerza inexplicable de la madrugada. La larga jornada del sábado había llegado a su fin.

La mañana del domingo, al lado de mi carpa, una pareja tomaba un desayuno de huevos revueltos y té. Su invitación fue irrechazable. “Nos acostamos ‘temprano’ anoche (risas), no nos dio más después de que tocó Demonauta y con los cabros seguíamos pidiendo más show […] ¿Quieres más té?”. En sus caras se notaba el cansancio. “Pero queremos quedarnos más rato igual, la idea es ver a Redolés y de ahí volvernos a Viña”. Después de darles las gracias, desarmé la carpa y junté mis cosas. Mientras hacía la faena pensé en el tipo que me llevó de Parral hasta Digua y en su hijo y nieto que habían venido al festival, esperando que el niño no hubiera perdido sus esperanzas de ser rockero como él quería. Pensé también en Carlos, que me dejó en el cruce que llevaba a Catillo y Villa Baviera y en su hija, la que me preguntó qué iba a comer en estos días. Entre las pizzas, las longanizas alemanas y los choclos, creo que ella se habría convencido de venir, aunque fuera a sólo comer. Cerrando el bolso de la carpa pensé en los amigos de Curicó que me ayudaron a armarla. Y, la verdad, en todo lo que fue el Festival. En las personas reunidas, la comida, la naturaleza, el río, la música, los desquicios, la pipa escultural del Laguna Mental, en Oscar y si lo encontraron o no, en las tumbas esparcidas por el camping que nos recordaban a todos que estamos en igualdad de condiciones y en todas las bandas que dejaron la vida arriba de los seis escenarios instalados. Estoy seguro de que cada una de ellas lo dejó todo por la música. Porque esa es la mejor manera de agradecer a una producción que organizó el mejor festival al que se ha ido y que, probablemente, vivió una de sus versiones más exitosas. Todo, absolutamente todo, parecía justificado, como si hiciera sentido, cerrando un círculo de emociones genuinas y viscerales que siguen resonando hasta hoy y que seguirán haciendo eco por un buen rato. Y así, la historia terminó tal cual como empezó, en un bus en medio de bosques y plantaciones de choclos, camino a Parral, acompañado por un pequeño pedazo de la gran comunidad que se reunió en torno a una celebración de la que no queda nada más que estar agradecido. Larga vida a Woodstaco, al rock y a la vida conchatumadre.

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